domingo, 19 de mayo de 2013

Crónica. Décimo festejo. San Isidro 2013






















Alejandro Talavante entrando a matar al sexto victorino que ponía fin a la tarde y a la gesta.
Fotografía de Paco Sanz


Plaza de Las Ventas. Décimo festejo de la Feria de San Isidro 2013.
Toros del Victorino Martín para Alejandro Talvante en solitario.
Madrid, 18 de mayo de 2013

Sin conciencia

Por Paz Domingo

Ha sido una irresponsabilidad. La gran gesta taurina que debía protagonizar Alejandro Talavande se convirtió en un acontecimiento insensato que terminó en fracaso. El diestro se presentó para este reto en solitario sin preparación, sin ideas, sin motivación, sin cuadrilla, sin mando, sin dominio y sin torería. Aunque lo tuvo todo preparado: un encierro de la ganadería de respeto que le ofreció animales de apañada presencia y genio inexistente; una logística que le habían diseñado desde las mejores agencias publicitarias sin importar la petulancia de los mensajes; el más importante bufete taurino con su apoderado a la cabeza; una corte de líderes espirituales con las más absurdas puestas en escena que la moralidad prohíbe; el extraordinario amplificador televisivo que ha hecho del ridículo el juego de la patata; y una afición creyente y deseosa de ver torear aunque fuera por el ojo de una cerradura. Es el resultado de una colosal falta de conciencia de todos los responsables taurinos y en todos los órdenes, los mismos que van a terminar con la crisis gracias a su esfuerzo ideológico mientras ponen una bomba en los pies de los aficionados. En definitiva, todo es una fabulosa mentira. 

Para afrontar el reto de un encierro en solitario hay que estar, como poco, puesto. Este concepto que ha desarrollado el lenguaje de los toros tiene un sentido crucial. Los aficionados lo saben bien: Si un torero se atreve con seis toros ha de contar con un repertorio sobrado; con un talento para venderlo; con una personalidad que arrolle; con una variedad que no aburra; con toros que no den risa; con los mejores ayudantes en la profesión; con sobradas ganas para que sea creíble. Y de torería, mejor ni hablamos porque fue lamentable comprobar que no se vio nada con el capote, ni en las estocadas, ni en las bregas, ni en las lidias... ¡Ni en las varas!... ¡Ni en el torero!, porque hasta en la faenita que hizo Talavante al tercero de la tarde, donde obtuvo las únicas palmas, fue toreo del mediocre, de esos en que no se manda, se rectifica con pierna robótica atrás, no se remata, no se aguanta, no se desarrolla y, en definitiva no se domina. Y fue todo así.  

La epopeya se había dispuesto como si fuera un juego. Todos, parece ser, se jugaban mucho. El ganadero decía que tenía mucho interés en que sus ejemplares cumplieran con el nombre de la divisa "legendaria" y con el honor de estar en la primera plaza del mundo. El compromiso del ganadero resultó ser un recreo a la siete porque trajo un conjunto tan apañadito de hechuras que hasta se protestaron varios ejemplares; tan insulso de genio que no tenían ni el más ligero arranque temperamental propio de la casa madre; tan angelitos repetidores de mirada lánguida a los vuelos en oblicuo de muletas en pico; tan pasmarotes que a sus cuerpos no les pedían provocaciones caballerescas. Es cierto que los lidiaron mal, los picaron aún peor, y, sin embargo, todos sirvieron para la muleta, concepto que como todo el mundo sabe hoy en día consiste en tener un carácter "que se deje" dar mantazos a discreción. Y Talavante se los dio, a mansalva. Si el diestro hubiera aguantado un pelín en el sitio, cruzadito, exponiendo bajito, no estaríamos hablando de intento fallido.  

Muchos dirán hoy que los aficionados se portaron desvengonzadamente con el autor de semejante proeza por la monumental bronca con que le despidieron. Pues, todo lo contrario. Fue un trato exquisito con el maestro, a quien el público, y sobre todo la afición, recibió con una ovación propia de héroes; sobredimensionó los aplausos desde el tercio a una insustancial faena al tercero; no le abucheó después de dejar todas las estocadas garrafalmente -algunas haciendo guardia y otras en los bajos indecorosos-. Incluso, en el desaliento, cuando ya únicamente quedaba un toro por salir de los chiqueros, el público generoso y la afición espléndida, alentó al diestro con más palmas y cumplidos. 

Pero ya nada tenía remedio. El sexto, el más victorino, algo más poderoso en hechuras y en genio maternal, terminó con el cuadro y con la tomadura de pelo. Se protestó la lidia horripilante, las varas infames y el descaro del maestro que ya dejaba sobre la cara del animal mantazos como un púgil golpea el saco del gimnasio. 

Se desencadenó la bronca. Talavante la encajó mal, aunque la pasará a base de caramelitos de tantos corifeos que le rodean. Explicarán que había mucho viento. Argumentarán que es muy listo el ganadero para confiarse de él. Quizá, prepararán una campaña publicitaria para contar que es Bienvenida, el Resucitado. Y tendrán que hacerlo deprisa porque dentro de seis días el protagonista del año tiene previsto volver al toreo, a la plaza de tanta amargura, con el mismo viento, los mismos empresarios, los mismos ganaderos, los mismos públicos. Pero, no olviden que los aficionados ya aguantaremos poco. Si los ideólogos de la torería andante quieren gestas, que jueguen a los torneos de justas en el patio de su casa. Si quieren hazañas, que toreen toros. Si quieren juegos florales, que aprendan a hacer la O con un canuto. Si quieren dineros, que busquen negocios en otro planeta. Si quieren ganarse el cielo, lo sentimos porque ya está ocupado. 

Y la bronca iba por todos. Es un aviso muy serio a tantos taurinos navegantes en las turbulentas aguas de un futuro finito. Es un tirón de orejas a Talavante por tanta insensatez. Después del pareado, tomen nota, por favor, ¡que estamos más que hartos! 

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