jueves, 2 de junio de 2016

Sobre la corrida de Beneficencia. Madrid

Sorpasso.es

Por Paz Domingo

También hoy es un día para tomar lecciones. La corrida extraordinaria de la Beneficencia en Madrid es un instructivo ejemplo para calibrar en qué punto de declive está la fiesta de los toros en el espectro social. Llegó el aquelarre de hordas invasoras, tan iletradas y tan sumisas a los cantos mesiánicos como inconscientes de la trampa mortal que se esconde detrás de ese populismo mediático, concretado en divulgación chabacana, expuesto sin pudor y despreciativo con la razón. Y había que estar allí para verlo, para comprobar cómo ha cambiado el paisanaje de la plaza en la exaltación de la fiesta por la fiesta. Los taurinos de clavel que anteriormente poblaban los tendidos tenían al menos algunas claves para descifrar la esencia del espectáculo. Ahora los sucesores de aquellos isidros -concitados en un escenario mediante espectros internautas- ya no llevan códigos reventones en las solapas sino que lucen con desahogo una vanidad, una ignorancia y un dirigismo muy a tono con los estos tiempos tan individualistas de hoy en día, arrollando de paso a la fiesta a la cual se creen que tienen la obligación conceptual de exaltar. Y han consumado el sorpasso. No por propio amor a la misma, por supuesto, sino por amor propio a la notoriedad aunque sea postiza.

No sabían nada de nada. Ni pedir orejas. Había borricos volando a la vista y fueron a por ellos. Ignoraban estos neosabios-punto.es que los mamíferos alados no eran prodigios naturales sino criaturas clónicas salidas de tubos de ensayo y muy adecuados para el control remoto. Por supuesto, les daba igual que igual les daba. Los bellos adonis que debían escenificar la pantomima tardaron de darse cuenta de las buenas sensaciones para el disfrute y que los dioses reimplantados estaban con ellos. Pasó Castella, harto de tanto fingimiento. Pasó Manzanares, harto de encarnarse en figura propia. Pasó López Simón, harto de no hacer nada de nada, de saber poco de poco, de mandar menos de menos, y le cayó de sopetón -desde los tendidos enloquecidos, desde palco consentidor presidencial, desde la tribuna real voluntariosa, desde la trinidad interesada televisiva, desde del cielo inclemente y desde el mismísimo infierno, la rendición a la que está llamado por méritos ajenos.

Y aquí cambió un poco la cosita. Pasó Castella, más harto de estar harto de tanto fingimiento. Pasó Manzanares, harto de no protagonizar a título individual el cortijo y agarró por las orejas al torito propicio para el sacrificio y que aleteaba juguetón a ritmo de melodía, subiéndose de inmediato en la ola de este nuevo público forjador del sorpasso en los conocimientos a lo taurino. Sabía el maestro que podía estar en maestro y lo hizo en algunas pausas acompasadas con lento temple aprovechando la despaciosidad que se sucedía en el juego alado. Con una tanda de naturales etéreos, más una media desmayada de extraordinaria estética, subió también a los puristas a la cresta de la ola. Se desencadenó el éxtasis y si a López Simón le habían abierto la puerta grande, ¿qué no deberían hacer con Manzanares? Como no tenían ni idea de lo que debían pedir, pues empezaron a pedir y pedir con vocerío de romería. Estos neo expertos reclamaban las orejas para el mesías, el rabo (del mesías no, del torito alado se entiende), la vuelta al ruedo (al bueno del torito, claro), el indulto (también al torito) y no sé cuántas cosas más ignoraban que se podían pedir porque aquí los analfabetos en estrategias de posicionamiento digital estábamos perdidos. Pasó López Simón, harto de tanto pintoresquismo. Y pasaron ambos diestros entre las hordas desquiciadas en el atardecer tibio de Madrid camino de la realidad virtual que se impone.


miércoles, 1 de junio de 2016

Saltillos


Lección de lidia ineluctable para hoy


Por Paz DomingoNo estoy de acuerdo. La corrida de Saltillo no fue mansa, un calificativo tan rotundo como recurrente en las crónicas que leo esta mañana. La mansedumbre como cualquier otra noción actual (léase bravo, noble, incluso toreable) que defina el comportamiento de la cabaña ganadera supuestamente apta para la lidia es un término descontextualizado, manoseado e equívoco y que no sirve –al menos únicamente para este caso- porque casi todo el mundo identifica casta con docilidad, nobleza con babeo pastueño, bravura con “que se dejen apalear”, y mansedumbre con canto gallináceo.

No pretendo dar lecciones a nadie pero si se trata de precisar el proceder de los mencionadossaltillos debo asegurar que Moreno Silva presentó un corridón de toros de inusual contundencia, de desacostumbrada bronquedad, de una casta ruda e insobornable. Ninguno de los seis animales en contienda –según la clasificación actual para topar con un manso- pisó los terrenos de chiqueros con apetencias deshonrosas, no se aquerenció en tablas, no pidió la muerte de manera obscena, e incluso uno de ellos desafió a la inmortalidad y a la placidez de los toriles con todos los cabestros a su alrededor y con tres acometidas letales en sus carnes. Es cierto que buscaban enardecidamente los bultos, que se engallaban, que les resbalaban frenéticamente los puyazos, que extraviaban los ímpetus de un caballo a otro, que no atendían a los engaños, que desafiaban campanudos como amos y señores de entrañas esquivas al sometimiento.

Intratables, puede ser. Y no todos. Según qué, cómo y por qué. Hasta que apareció el pregonao que hizo tercero en orden de salida, las dos cuadrillas respectivas con sus matadores al frente, dieron lecciones magistrales de inclasificables y negados controles lidiadores, consiguiendo exasperar de tal modo a los aficionados verdaderos allí congregados y armándose una gran bronca absolutamente merecida. Todo se realizó de forma ignorante. Todo, siendo lo más asombroso que ambos animales quedaron entregados a la muleta, con las cabezas altas es cierto, pero hasta con posibilidades de sometimiento con verdad. Especialmente claro fue el segundo, el más noble de embestidas y al que Aguilar, nada puesto, quiso esconder, desplazar y renunciar.

A partir de aquí, en los tres torazos de miedo que se sucedieron se produjo la revelación para quienes quisieron entenderla. Fue una clase magistral para deducir el sentido de la lidia, tanto de su existencia como de su esclarecimiento. Quedó prácticamente ineluctable eso que se hizo antaño en llamar lidia de toros. Y digo casi imposible porque a estos pregonaos -que les sobraba entendimiento, aires campanudos, soberbia y descomunal capacidad de incertidumbre- no les pusieron en su sitio con la única arma posible: la exactitud. Este concepto, puede parecer vago de argumentación, pero consiste en defender el mando sin tregua y desde el instante primero. Hay que mandar abajo sin dilación y hasta sin ortodoxia, con firmeza, con arrojo de extraordinaria técnica, con inmensa valentía. Castigar, abajo, siempre abajo. Pero las varas cayeron como bombas de racimo, los capotes como armas cegadoras, las muletas como platillos volantes, las banderillas –las hubo hasta negras- como acicates de rebeldía, y las equivocadas astucias para contener la insubordinación resultaron granadas de mortero que el enemigo devolvía sin explotar.

Digo que es casi imposible que se pueda llegar a producir esta lección magistral de lidia auténtica sencillamente porque ya no se practica y por tanto no se puede aprender, ni enseñar. Y digo casi porque sí hubo dos instantes de técnica e imponderable perfección, suficientes para aquellos seres avispados, aficionados en la verdad, con entendederas inteligentes y que comprendan qué es eso de la lidia de un toro con todas sus maestrías. David Adalid puso varios pares de banderillas, pero la última tan colosal de mando que paró el toro en seco dejando los palos en la misma cara de la fiera. Del tamaño de esta proeza fue el capoteo por abajo de César del Puerto, también a este quinto, haciéndole bajar la altivez, parando la fuerza arrolladora e indicando con tal extraordinaria perfección y técnica quién manda (al toro y a los demás oficiantes en “lida desgarrada y enloquecida”, según definió Joaquín Vidal la actuación de los profesionales en un encierro de idénticas características dificultosas de Moreno de la Cova en Madrid).

Tampoco estoy de acuerdo en los que aseguran que el potencial de la corrida nos haya trasladado a otro siglo. Quizá con esta aseveración sean capaces de ponderar lo que comúnmente es imposible que se produzca en este espectáculo adocenado. Lo es para los que no han visto nada parecido. O no lo recuerdan. O no lo han leído. Lógico, no estaban las televisiones de fondo, ni los cronistas interesados, ni las grandes figuras dispuestas al enfrentamiento. Alguna vez se ven cosas parecidas y es necesario reivindicarlas. Por tanto, con la misma rotundidad aseguro que los bulos de que estaban los animales toreados es una infamia. Lo que hay, señores míos, es la evidencia de ser pocos los hombres y toreros que sean capaces del dominio verdadero, tan pocos como ganaderos con tanto celo en la casta categórica. No es necesario que Moreno Silva pida perdón. Lo que procede es darle las gracias por mostrarnos la desnudez y la grandeza de la fiesta de los toros.

Sí, amigo Javier, el toro existe, como también hay alguna ganadería que presente animales de poder. El problema es que ni a unos ni a otros les dejarán a la vista, ni a la técnica. Al contrario, se pretende porfiadamente enterrarles en catacumbas después de haberles perpetrado auto de fe y hoguera pública.

sábado, 6 de junio de 2015

Crónica. El Cid y Victorino. Las Ventas, 5 de junio de 2015

La fábula de la sal y las habas

Por Paz Domingo

Quiero escribir este texto en primera persona sin miedo a que mi desesperanza sea injusta con la pizca de grandeza que pueda quedar en la fiesta. Es tanta la procacidad del estamento taurino oficiante, tan deshonrosa su desidia, tan impúdicas sus mentiras, tan ciegos sus bolsillos que se impone un levantamiento airado contra esta aberración porque en esta tarde de engaños con alevosía se desbordó el vaso del aguante para dejar a la luz pública el hartazgo, la extenuación y el olvido de unos cuantos ingenuos que aún esperan en la posibilidad de desarrollar su afición. Y esto, amigos, sí tiene trascendencia. O debería tenerla. Hay dos caminos. O se van al destierro estos artífices del engaño que a semejanza de caballeros y reyes feudales castigan sus predios echado sal al fértil campo castellano para hundir en la pobreza a sus vasallos; o son los súbditos hambrientos en esta salitrera sin una mísera mata de habas los que eligen su propia exclusión. El asunto que queda por dilucidar es el matiz de la huida. La rebelión es por las buenas o por las bravas; en silencio o en comandita; en corto o por derecho; a rastras con el fraude o dando un golpe de dignidad. No es fácil. Lo sé. Ha llegado el momento de moralejas y que cada uno concluya sus reales donde su valentía le ordene.

Yo veo desvergüenza, vileza, espanto. Con premeditación. Con tan descarado insulto por parte de todos los celebrantes que no son necesarias medias tintas y, por supuesto, con perplejidad al ver cómo se justifican los consentidores y protagonistas de esta bazofia con el argumento de la mala educación que tienen los que se rebelan contra esta asquerosidad. Así que hay cera para repartir en las ya incontables tardes perversas, una detrás de otra, en multitud de personajes con nombres y apellidos y -aún a sabiendas de ser injusta porque puede darse el milagro de algún matojo con vainas verdes entre tanta salmuera- es tanto el hartazgo que no se merece el títere conservar la cabeza.

Ni torero, ni subalternos, ni ganadero, ni toros, ni tercios de varas, ni de banderillas, ni lidias, ni presidente, ni veterinarios, ni delegados, ni responsable de Asuntos Taurinos, ni verdad, ni micrófonos que la cuenten, ni crítica, ni nada de nada. Y se dice pronto. Para empezar lo que me pide el cuerpo es explayarme por las entrañas bovinas de tantos mamíferos inservibles para la decencia, fruto todos de los experimentos genéticos en vacío de los ganaderos de bravo que han convertido el oficio más hermoso que ha imaginado el ser humano en cochambre. El científico del día de autos se llama Victorino Martín que, tan sagaz como especulador, que ha rentabilizado su jactancia en gestas inclasificables, sus animales singulares en apetencias impresentables y su crédito en harina de otro costal. Seis toritos de pelaje cárdeno pasearon el descrédito de la casa madre. Fueron a los petos sin intención, sin empuje y sin fingimiento en sus apetencias de mansos y como eran flojitos, además de impresentables en trapíos, les picotearon con pespuntes toricidas a discreción, malamente, inútilmente, descaradamente, hasta en las pencas.

Los saltillos de hogaño ya no son los que eran, a las pruebas me remito, pero aun así había que tratarlos con atino y aquí no afinó ni Dios. Ni muestras dieron de hacer las cosas con cierta sabiduría de terrenos, de mostrar firmeza en los primeros envites, de no cortar los viajes haciendo muros perfileros, de no insistir en tantos mantazos que al final terminaron por despertar las iras hasta de los más infelices tanto en el cielo como en el infierno. Fue de más a más. Todos desesperantes, llevándose la palma de oro los matarifes a caballo que dieron lecciones magistrales y sucesivas de impudicia en tan altas cotas que la destreza del gran Tito no pudo remontar.

Y no fueron los únicos en desastres lidiadores. La confluencia fue completa, comenzando por el maestro de marras apodado El Cid y añadiendo el elenco de subalternos que compuso su extensa cuadrilla, contagiados todos de irresponsabilidad profesional. Fue con sinceridad, horripilante, sin medio natural que llevarnos al alma, sin galleos para poner metáforas a las crónicas, sin capotes templados, sin esa izquierda prodigiosa, sin algo. Eso sí, dejó unos bajonazos de tan alta categoría viciada que se hace urgente su presencia en el juzgado de guardia más cercano, le retiren en carné de conducir espectáculos taurómacos y se ponga a las órdenes del juez. Y que se sepa: ¡No nos hace falta gestas! ¡Queremos la proeza de que alguien honrado toree! ¡Que no nos engañen, que no nos mientan, que no nos sableen a bajonazos infames! Así que maestro, no se moleste tanto, que de disgustos ya sabemos un rato.

¡Ay! Cid, Campeador de otros tiempos, ahora trastocado en Capeador… Allá fue el infante del toreo sin argumentos dominadores, inhibido en su torpeza, alejado del sitio, mintiendo en la muleta retrasada, cortando el viaje si se producía, arrebatado de inoperantes posturas posmodernas, soltándose la melena de su retraimiento, incapaz de poner orden en las estrategias lidiadoras para finalmente imponer abandono en su responsabilidad y en sí mismo. Y si hay que llamar a las cosas por su nombre, lo del Cid y su desafío son insultos con todas las letras. ¡Ay! Mío Cid, cantar de cantares, aflígete y que lloren tus ojos que ya vacía está la fiesta y cuando vuelvas la vista piensa en qué se ha fallado. Muchos hemos visto tus proezas. Muchos al destierro de acompañamos. Muchos recordamos contigo. Y muchos no merecemos estos tus escarnios. Ni las mandangas de los demás oficiantes tampoco. Adiós, muy buenas.

Los ojos de Mío Cid mucho van llorando;
hacia atrás vuelve la vista y se quedaba mirándolos.
Vio como estaban las puertas abiertas y sin candados,
vacías quedan las perchas ni con pieles ni con mantos,
sin halcones de cazar y sin azores mudados.

Cantar del Mío Cid. Anónimo

miércoles, 13 de mayo de 2015

Crónica. Quinto festejo. San Isidro 2015

El alto vuelo de un centauro

Por Paz Domingo

Los elementos no se alinearon. Y lo que se esperaba no se produjo. Era uno de los escasos carteles que ofrece interés fuera de la prolongación de la decadencia en la que está inmersa la fiesta en una plaza medio vacía, que no medio llena. Confluían en expectación toros, toreros, aficionados y un calor infernal. Posiblemente nadie resultó inmune a este esfuerzo dantesco pero con seguridad será un festejo para recordar. La ganadería de Pedraza de Yeltes trajo a Madrid un corridón de toros, con animales poderosos, imponentes en hechuras, fuertes como colosos, impecables en trapío, sin adjetivos añadidos a la casta, capaces con su solemnidad de inflar los corazones más deshidratados, incluso en el debate entre el furor de lanzarse a los petos, la resistencia al sometimiento y las dudas de la deserción. Esta situación extrema en enfrentamiento entre hombre y toro se promueve en contadas ocasiones y pretender ordenar una naturaleza salvaje con la épica de unos titanes es tan paradójico como no tener en cuenta que la vara de medir no es laxa cuando conviene.  

Poner a estos hombres en la tesitura de examinarlos en complejidad taurómaca puede resultar cruel porque los conocedores y aficionados que saben una pizca de qué va esto, de verdad, les exigirán hacer trasteos impecables en valentía, conocimientos, recursos y tan alto grado de exposición que pueden parecer sobrehumanos al resto de los sujetos. Sin embargo, las cosas son así. Hay bizarrías, hazañas, proezas, sabidurías; pero también apariencias, ventajas, sinsabores, errores y huidas. Castaño, Ureña y Del Álamo están anclados en un punto del escalafón que es inamovible para la unanimidad de los hombres que pasan por ella, tan delicado que un paso en falso les trasladaría al olvido y tan injusto que únicamente un milagro les pondría con las altaneras figuras. Y los tres estuvieron a merced de los apuros, por supuesto con matices.

Castaño en un bache apreciable anduvo sin la fortaleza de otros momentos y con las mismas inconcreciones con el estoque. El primer toro al que se enfrentó resultó bravucón y después huidizo, con dureza descompuesta y varias coladas a lo bruto. El matador mostró sus contradicciones pues donde pone exposición, añade carencias para cambiar de terrenos; donde debe convencer con dominio, se pierde en trasteos que desesperan; y donde tiene que resolver con destreza de gran profesional, huye de la suerte tanto como de sus temores. Al final, las dudas que Castaño pueda evidenciar como lidiador quedan apagadas definitivamente con su condición de no matador y perdonadas por la actuación de su cuadrilla. Dicho esto, es justo añadir que la suerte hace el resto pues no se sabe cómo puede suceder pero si hay algún bicho de reservada categoría acaba siempre en su jurisdicción. Como por ejemplo, el cuarto. Un tío con barba, con un potencial físico descomunal, con la fuerza de un misil, que sin preámbulos se dirigió al burladero alejado de su querencia, se enroscó en los prolegómenos del capote y en cuanto vislumbró al caballista se lanzó en forma de locomotora, se empotró en los bajos del peto, apalancó con fuerza y con riñones, hizo rosca con la pesadumbre del jamelgo y, como un Hércules agraciado por Zeus, elevó varios pies del suelo en sucesivas vueltas al binomio caballo y caballero para terminar arrojando a ambos contra las tablas, retrayéndonos a excelsas epopeyas taurómacas.

O al Olimpo griego. Un centauro protagonizó la lucha titánica entre la fuerza desmesurada y la contención sublime porque Tito Sandoval, convertido en héroe mitológico, no se afligió por el  empuje descomunal del toro y, aún a sabiendas, de quedar suspendido en volandas y ser lanzado al descalabro, aplicó su inteligencia levantando la vara para así no quebrantar el esplendor de la fiereza de un animal sagrado. Es decir, se impuso la racionalidad a la barbarie. Quedó un tiempo muerto ante la dificultad de levantar al caballo conmocionado y hubo de recurrir a desvestirlo, dejarle con las vergüenzas al escarnio y al toro recuperándose, enterándose y alejándose a las tablas. En estas circunstancias, volvieron Otero y Sánchez a la maestría para dejar ante las imposibilidades tres pares de banderillas haciendo fácil lo que es imposible para el resto de los humanos. De poder a poder, atrajeron a la fiera a cuerpo limpio, acudieron a su encuentro sin estridencias, expusieron el pecho, de frente clavaron y con la misma práctica salieron silenciosos. Por supuesto, gloriosos. El maestro Castaño quiso de nuevo ahormar las circunstancias cuando se hacía preciso el trasteo en la cara, la imposición del dominio, de probar terrenos, de intentar matar sin aflicción.  De nuevo, Castaño falló con un estoque atravesado al que hay que sumar la agonía de un remate que no llega.

También, otra vez, Ureña basa su fórmula en el toreo de esfuerzo y que acaba por ser arrollado por animales avispados que descubren pronto sus flaquezas. Y no se entiende que desaproveche tanta valentía porque ante dos torazos correosos, con casta para desbancar con certeza se entregue gratuitamente a los vaivenes de una lidia poco cimentada, a sitios perfileros, así como a manoletinas innecesarias. Dejó algunos muletazos considerables. A cambio, terminó molido con dos puntazos en su primera actuación que le llevaron a la enfermería y pudo ser más pues en la última recibió dos atropellos más. Tuvo dos toros que requerían más pericia y, que a pesar de su valentía, no pudo superar ni en la suerte suprema.

Otra cuestión es la de Juan del Álamo que terminó comportándose como figura cuando aún no lo es. Las licencias taurinas que se tomó molestaron a los aficionados que están empeñados en respetarle las condiciones que tiene el diestro para el toreo. Cometió dos mayúsculos errores. El primero, desaprovechar la nobletona condición del único toro que llegó aceptable a la muleta con una faena –que aunque muy inteligente en sus principios con trincherazos fabulosos- acabó en los sitios lejanos y en estéticas que en Madrid no cuelan. Se puso tan gallito tras un bajonazo que el público entendido le cantó las verdades como se las cantan al lucero del alba. No le dieron la orejita, porque no se la mereció. El segundo desliz se trató de reventar con alevosía al segundo de su lote en vara toricida y se da fe que lo consiguió porque los borbotones que salían del cuerpo lacerado del gigantesco animal, colorao y nada mojicón, provocaron un desbordamiento. Le hubiera servido para una gran faena de muleta, y que una vez más esa ambición que tiene –según dice él mismo- de ser figura del toreo le ha hecho creer que todos los toros son orégano. Terminó con una estocada a toro parado. Sin destacar.

Y hablando de figuras. Están a punto de hacer presencia. Por cierto, como ya sabemos que no se van a poner delante de un animal con la décima parte de cualquier toro lidiado en esta tarde de autos, y como sabemos lo que queremos, pues es conveniente advertirles que formar parte de la comitiva de Zeus les proporcionará manjares, pero entre Apolo y Afrodita es preferible un centauro de las patas a la cabeza.

Plaza de Las Ventas. Madrid, 12 de mayo.
Quinto festejo de la Feria de San Isidro 2015.
Toros de Pedraza de Yeltes para los diestros Javier Castaño, Paco Ureña y Juan del Álamo.

domingo, 10 de mayo de 2015

Crónica. Segundo festejo. Feria de San Isidro 2015

¿Sabe usted lo que es citar?

Por Paz Domingo

Permítanme que Rafael Ortega lo clarifique con instinto y gracia sureña en su dogmática tauromaquia de El toreo Puro. Decía así:
El toreo puro me lo definió muy bien Domingo Dominguín, padre, que fue apoderado mío:
-          “Es como cuando llega un señor y le saludas: “¿Cómo está usted? Muy bien, gracias. Vaya usted con Dios”.
Eso es: citar, parar y mandar. Se le echa al toro el capote o la muleta para adelante, y es el cite. Luego, usted para al toro. Y luego, usted lo manda, lo lleva y lo despide. Yo sé que en la tauromaquia de Belmonte se dice: parar, templar y mandar, y también sé que Domingo Ortega añadió parar, templar, cargar y mandar, que es lo que da pureza al toreo. Pero para mí es importante algo previo, citar, o sea echarle el trapo para adelante al toro. (…) Así que lo que yo veo, para hacer el toreo puro, es esa continuidad: citar, parar, templar y mandar, y a ser posible cargando la suerte.

En la segunda corrida de este ciclo de evidencias se clarificó el axioma. Hubo quien lo hizo y se retrató quien no supo hacerlo. Entre los primeros citaremos por su ejemplaridad en la perfección de citar o de echar el trapo –en este caso se trataba de la pica- al toro, contener el impulso del animal, medir la sujeción y desahogar el encuentro permitiendo la salida limpiamente del toro una vez concluido el dominio. Pedro Iturralde y Tito Sandoval mostraron técnica en la sentencia de citar. Y ambos nos dejaron soñar con el toreo puro.

Iturralde con el toro ensabanado que hizo el segundo en el orden de lidia, que realizó dos arrancadas majestuosas al encuentro del castigo. Bajó la vara templada; contuvo sublime; paró decidido; y soltó con pulcritud y medición. Dos encuentros, dos lecciones. Con la misma justeza de técnica se puede reseñar la actuación de Sandoval en el sexto, aunque los hurtos a que nos tienen acostumbrados los artífices de viles argucias taurómacas -que pretenden deliberadamente esconder la verdad de las verdades-  solo pudimos disfrutar de un puyado en toda regla pues el siguiente quedó arruinado en la estratagema de embocar con estrépito al animal al derrumbe bajo el peto.

Los maestros restantes, a pie y a caballo, escondieron la belleza del cite y que se hizo fundamental en la lidia de los dos toros mencionados anteriormente. El toro ensabanado, ovacionado en el arrastre, casi se va inédito en su glorioso final si no hubiera pasado Iturralde por los últimos instantes de su vida. Hay que tener suerte hasta para ser toro bravo, ya se sabe. Desde luego. En lo primero, influye la familia donde uno viene al mundo y la de Agitador anda enroscada en la mediocridad comercial y descastada. Toro bravo fue, como un garbanzo blanco que nace en la espesura y en la sorpresa hasta para un ganadero que no sabe lo que tiene en la dehesa y posiblemente tampoco le interesa. A Paco Ureña le tocó en su lote. Y después de llamar gentilmente a los medios y de acudir el toro con prontitud, le puso la muleta en el hocico sin despegársela un instante. Tras muchos mediocres pases encimistas, en los perfiles del sitio verdadero; sin llamarle con el cuerpo, adelantar la pierna contraria, poner la muleta en la arrancada; sin conducir el viaje al remate en la cadera; sin hacer caso a las protestas del animal cuando demandaba seriedad; y, lo que fue más grave, sin darle la técnica merecida en su final, dejó un bajonazo escandaloso. Aún pedía justicia Agitador allí mismo en el centro del albero, mientras que Ureña se empeñaba en hacer bonitos los insufribles galletazos que le daba con el verduguillo.

No fue el único que mató a la manera garrafal. Los tres matadores están suspendidos en cites, en sitios, en cánones y en estoques. Terminaron por aburrir descaradamente. No hay muchas explicaciones que dar de César Jiménez que no dijo nada salvo que quiere volver a los ruedos y de Octavio García, llamado El Payo en tierras españolas y El Güero en las planicies originarias  mexicanas, dejó verse con mucho empaque en el toreo de salón pero igualmente desnortado en las afueras del sitio necesario. Y si sirve de consejo a este hombre de aparente ganas, no vuelva a esconder a un toro con algo bueno en las entrañas –como en el sexto de la tarde- porque, entre otras cosas, el riesgo de enseñarlo le hará más sabio y los aficionados sabrán reconocérselo. Aunque resulte muy presuntuoso lean El toreo puro y estudien la tauromaquia universal de aquel torero dotado con un sobrenatural instinto llamado Rafael Ortega que contribuyó con su conocimiento a la completa definición de las reglas del arte de torear. Mientras, que el ganadero, como otros muchos, se deje de experimentos vacuos y terroríficos, que si ayer sonó la flauta, el resto de la camada a mansalva que lidia por ahí no sirve ya ni para molerlos a pases, pues ni tienen fuerza, ni tipo, ni agallas.  

Por cierto, tres puntualizaciones. La plaza está medio vacía, que no medio llena. Que los presidentes revisen esos relojes que van al ralentí y hasta los más tontos se están dando cuenta de que los tiempos en las faenas no son los que deberían ser. Y la última, déjense de componendas con los sobreros del hierro titular, más propio de pueblos que de la primera plaza del mundo.

Plaza de Las Ventas. Madrid, 9 de mayo.
Segundo festejo de la Feria de San Isidro 2015.
Toros de Fuente Ymbro para los diestros César Jiménez, Paco Ureña y Octavio García, El Payo.


sábado, 9 de mayo de 2015

Primer festejo de San Isidro 2015

Lo que vio el Rey

Por Paz Domingo


Felipe VI presenció el primer festejo de esta feria taurina y contemporánea, lo que para muchos se entiende como un apoyo desde la real institución a la fiesta, aunque es sabido que el recién proclamado Jefe del Estado no se ha interesado lo más mínimo por entender este espectáculo que constituye por idiosincrasia la fiesta más popular de los españoles. Esta circunstancia no le desmerece porque también ha sido bastante peculiar el paso histórico de reyes que intentaron erradicar la fiesta de los toros con prohibiciones, así como otros que se recrearon, aficionaron y participaron en ella. El gesto de su asistencia le distingue. Si le gustó o no el espectáculo no es de incumbencia aunque es una realidad que lo que vio el Rey es una fiesta hundida en la degeneración como consecuencia del toreo de esfuerzo para fingir la emoción y en el aluvión de trucos para aparentar su insustituible grandeza.


Lo que vio el Rey fue la sucesión de toros impresentables para un festejo taurino en el coso más afamado, incapaces de ofrecer glorias en homenajes reales. Salieron trotones, mansos, descastados pero bien entrenados en apariencias pues más tarde se trasformaron en bichejos sumisos a multitud de pases sin ton ni son. La anécdota que gusta siempre recordar le correspondió a Artillero, segundo ejemplar lidiado –por cierto del también segundo hierro titular de Hermanos Lozano y que como es habitual meten de rondón y viceversa según apetezca-, que circunvaló el albero en trote aeróbico, tomó por obstáculos a los jamelgos, por demonios a los picadores y por ejercicio sublime el arte de cocear como volátiles damiselas charolesas de las que arreaban coces como si estuvieran poseídas. Artillero se portó. Mejor dicho, se comportó como suele ser habitual en estos experimentos de aniquilar la casta y potenciar el instinto ñoño en la simpar agonía del aburrimiento en el tercio de muleta.
 
Fingieron todos. Mentían los supuestos toros; falseaban los diestros que empaquetaban pases como el que enfila bandejas de panes para la cocción en el esfuerzo por no exponerse a quemaduras para después lanzarlas a las profundidades del horno; consentía el presidente en el beneplácito triunfalista; y protestaban los habituales ya escasos aficionados que saben de rosas y molletes.

Los diestros mantuvieron un igualado festival sin capacidad de mando. Adame con su voluntad intacta, esfuerzo sin sitio y contrariedades varias. Pepe Moral en su titánica manera de querer hacer el toreo bonito aunque alejado de la verticalidad. Y Juan del Álamo en una sorprendente capacidad para mostrarse irreconocible en aquel clasicismo que le hizo despuntar en el pasado, e insistió en la vulgaridad, las distancias lejanas y en pases circulares que desesperan más que aburren. Si dio algún lance bueno se lo ponderarán los que quieran. Si le regalaron una oreja no es de justicia ni por su capacidad, que la tiene, ni por la exageración de esta fiesta que se quiere intubar para que siga respirando artificialmente. Y si se llevó un buen susto fue por su torpeza en descubrirse. 

Esto es lo que vio el nuevo Rey en la plaza de toros por excelencia de esta España repleta de pintoresquismo e incertidumbres y que con certeza no es lo que le contarían sus acompañantes en la barrera del tendido. También es lo que vimos los demás, aunque unos lo oculten, otros lo disfracen y el resto lo difundan a su peculiar manera. Esto, señor, es la visión real de una fiesta que pretenden blindar por su pasado pero que se duerme en el presente, un espectáculo que languidece por ocultamiento de la verdad –o el recreo en la mentira, que es lo mismo- y que una vez fue parida en esta piel de toro, suya y nuestra, que creció en grandeza y que está a punto de ser destronada por la idiocia de ser y no ser.


Plaza de Las Ventas. Madrid, 8 de mayo.
Primer festejo de la Feria de San Isidro 2015.
Toros de El Cortijillo (y Hermanos Lozano) para los diestros Joselito Adame, Pepe Moral y Juan del Álamo. 

lunes, 6 de octubre de 2014

Crónica. Feria de Otoño

Al tercer pase
Por Paz Domingo

Se puso fin a la inconsciente feria otoñal madrileña con la certeza al ver cómo este mundo extraordinario muere por inanición. Los aficionados ya se marchan de los tendidos muy a pesar suyo, pero a los responsables esto les trae al pairo ya que el objetivo de limpiar expedientes en el escalafón, abonos a saldo y toros en los corrales y dehesas estaba cumplido. Otra oportunidad perdida. Otra que cuenta a la baja irremediable.
La corrida de Adolfo Martín estuvo bien presentada, pareja, cuajada y con una media de kilos en torno a 480 kilos por cabeza, además de una floja potencia en el corazón y en las entrañas. En general, los animales tuvieron pocos arrebatos en los caballos, llegaron al último tercio necesitando un cable para arrancarles del suelo, haciendo necesario que se porfiara en los sitios adecuados e intentar tandas pequeñas y cortas. Esto, que resulta incomprensible para los toreros de técnica moderna y para los públicos triunfalistas, era lo que se debía haber hecho. Sin embargo, los diestros –con diferentes medidas, distancias y compromisos- quedaban desbordados al tercer pase, además de contrariados y expuestos a la deriva.
El diestro con más pericia fue Diego Urdiales que con su torero basado en clasicismo y dimensión de esfuerzo dejó algunos naturales pespunteados. Tras una formidable estocada el público pidió la oreja en un abrir y cerrar de ojos, circunstancia que cogió al vuelo el presidente, también a la velocidad de crucero. Si es de recibo o no el triunfo de Urdiales no merece la pena darle vueltas, quizá sea una gran recompensa para este torero riojano de buena materia torera, de gran seriedad en los compromisos en esta plaza, pero al cual le falta dar un pequeño pasito en su temperamento y en su capacidad de trasmisión. Se torea como se es, decía Belmonte. Con seguridad no le falta razón. Pero la voluntad de Urdiales es mucha y debe encauzarla hacia la rotundidad, una vez que ya hemos visto su maestría.
Un ejemplo lo tenía en la terna. Uceda Leal es lo que todo torero quiere tener. Capacidad en todos los tercios; estética de altura con el capote; estoconazos de récor;  planta inmejorable; y todo el público entregado a su plenitud que ni él mismo ni el destino han podido asegurar. Tuvo un toro para ponerse a torear con la muleta. Dejó ir la suerte, una vez más. En su segunda actuación salió agraciado con un avisado y peligroso animal que se fue enterando a marchas forzadas y basadas en la impericia de realizar una lidia de antaño. Alivió.
Y lo que son las cosas de la vida y de la muerte –taurinamente hablando- el gran estoqueador no lo fue. Le superaron sus compañeros de terna, incluso el diestro nacido en Cataluña, Serafín Marín, que con la espada estuvo bien y fue lo más potable de sus actuaciones. Insufrible en la primera, porfió en los empaques perfileros y en los acompañamientos superfluos. Insustancial, por supuesto. Pero la suerte la tenía de cara con el sexto ejemplar, el más claro en la muleta, el más convincente de entrañas y que coqueteó en bajo los petos. Ahogaba en las distancias, intentaba el torero bueno, se esforzaba en la colocación, pero al tercer pase quedaba, como los demás, al filo de lo imposible. Es decir, intentando citar de pico con la muleta retrasada para que el animal hiciera por él, -evidentemente- y le propinara una voltereta. Salió del trance enfadado pero con las mismas escasas resoluciones. Al público le dio igual. Al toro se le arrancó el pabellón auditivo, cuando no era necesario desmerecer con esta afrenta.
A quien no estuviera en la plaza hay que puntualizarle que tras el cuarto toro -imposible en la toreabilidad, que no en la lidia-, salió un zambombo herrado con la divisa de El Puerto de San Lorenzo, un mulo sobrecargado de mansedumbre, al cual Diego Urdiales se empeñaba en darle algún pase insistiendo en los medios cuando al ánimo del animal le pedía el cuerpo ni pelea ni medio trapo. En este punto estaba la discusión entre los aficionados. ¿Por qué Urdiales no escuchó las apetencias del toro? ¿Por qué dudó? ¿Por qué no da ese paso que tanto le hace falta y que únicamente en Madrid se reconoce? Quién sabe. Son las cosas del querer. O del destino. O del momento. En mi retina flota la tarde de su actuación en Madrid en la pasada isidrada, con toros del mismo hierro, aunque de una potencialidad rotunda. El torero riojano arrancó unos naturales que bien valen la admiración por este incomprendido arte, pero porfió en los terrenos de chiqueros una faena que debía haberse ejecutado en los medios solariegos que exigía. Diego Urdiales ayer cumplió, aunque muchos queremos más.
Y, por si alguien se da por aludido, los aficionados lo que no queremos más es esta urticante feria de desechos; de mentiras; de personalidades que son de andar por casa –o quedarse en la misma-; de resultados engañosos; de bovinos impúdicos; de plañideras que velan la espumosa cultura mientras se limpian la decencia con ella; de responsables políticos y sociales que consienten esta engañifa; de pagar para seguir alimentando esta desvergüenza. A este punto hemos llegado. Los aficionados ya no sabemos que nos conviene exigir, si un golpe de gracia o pasarnos a las filas enemigas. Y en eso estamos, descolocados después del tercer pase.

Dominfo, 5 de octubre de 2014. Plaza de Las Ventas. Madrid.
Cuarto festejo de la Feria de Otoño.
Toros de Adolfo Martín para los diestros Uceda Leal, Diego Urdiales y Serafín Marín.