jueves, 5 de septiembre de 2013

¡Caray, lo bien que se vive sin televisión!

















Fotografía de Paco Sanz

Por Paz Domingo
Pues yo vi toros. Lo digo con gran satisfacción. En ese día clave que fue el pasado domingo, tan mediático y componedor, todavía dando tanto de sí en el cante por bulerías del torero de las encerronas, me encontraba en la pequeña plaza portátil de Cerceda, a la falda del Guadarrama, entre el resol de la tarde que cae y la majestad gótica de Santa María La Blanca. Nada de casualidad. Ni por asomo se me ocurrió anclar mi espíritu al abrigo de tanta algarabía propagandística.  

Hubo novillada. Pequeña de formato y de presupuesto porque contemplaba cuatro únicos novillos de la ganadería Flor de Jara y criados, por cierto, entre cercanos canchales. ¡Caramba con los novillos! ¡Verdaderos toros, diría yo, con oficio de embestir! En presentación: fuertes, cuajados en la armonía, badanudos, de musculosa caja, de cabeza importante, de resplandeciente seriedad. En temperamento: con casta, con resistencia, impetuosos, celosos y de una nobleza que perseguían los vientos acariciando la temperatura suave del crepúsculo. No había dioses mitológicos para librar batalla con ellos, como tampoco héroes que necesiten coros para insoportables tragedias griegas, pero sí puedo dar fe de este grandioso detalle convertido en fastuoso. Pero no todo fue perfecto porque los bravos toros de Flor de Jara y la extraordinaria afición enraizada en la historia ganadera de este paraje madrileño se enfrentaban como jabatos a la más abismal de las ignorancias. Y son muchas. O tres principalmente. Tantas como la impericia de la presidencia del festejo que no tuvo en cuenta los asuntos más cruciales de la normalidad reglamentaria, aun tratándose de una plaza portátil pues ya se sabe que el conocimiento no seca la mollera. Tantas como los bochornosos espectáculos de los subalternos de las cuadrillas que, puestos en situación tras el turno del correspondiente maestro, levantaban con ostentación de manera articulada los deditos índice y corazón mientras se dirigían al palco, se dejaban ver, y manejaban el asunto orejudo como comparsas licenciosas. Tantas como el dineral que cuesta en seguros, pagos, alquileres, prevenciones médicas…

Tres asuntos escandalosos que deberían tener en cuenta para las próximas ocasiones porque todas las grandezas de los aficionados y todos los esfuerzos de la comisión que se empeña en estas modestas programaciones, aunque torerísimas, decorosísimas y muy decentes novilladas, se topan con muros de grosor considerable. El cabezazo es irremediable. Y éste sí que seca la mollera.
           
¡Caramba con la afición de Cerceda! Pues sí, ahí está. Pueblo enclaustrado en territorio ganadero, en miles de historias bravas, en ensueños frescos de longevidad, que no hace casual el brote de almas duras y aficionadas, ancladas férreamente a su propia sangre torera como los pedruscos se agarran a la gravedad. Lo certero, siento presumir por esto, es que cuando hay alguna verdad en el mundo de los toros, aunque sea remota, o pequeña, o sencilla, es porque siempre hubo almas toreras que no se descolgaron en el devenir de las generaciones, que han perpetuado las ensoñaciones para que sean cortejadas, admiradas y seducidas por héroes y que salieron victoriosas de abismales derrumbaderos.

Posiblemente no haya muchos humanos que acierten a poner en su justa medida lo que significa dar mando prolongado a la tradición taurina, a considerarla como un tesoro, a darle la escena digna de representación tremenda, incluso sencillamente a dignificarla. Y quienes tengan en sus corazones alguna desazón en este sentido, por desgracia, tampoco ya son capaces de considerarla. El día que sean conscientes los miembros del estamento taurino del gran daño que le han hecho a la memoria, a la suya propia y a la histórica, despreciando las auténticas aficiones de pequeños pueblos sencillamente porque les parecían poco modernas, nada rentables y de ningún interés televisivo, pues bien, ese día les van a entrar ganas de hacerse monjes cartujanos. Y parece que la metamorfosis se producirá pronto al paso que vamos en éxitos estrepitosos. Ni rescoldos van a encontrar.   
¡Caray, lo bien que se vive sin televisión!