Feria de San Isidro 2013. Vigésimo primer festejo.
Plaza de toros de Las Ventas. Madrid. 30 de mayo de 2013
Toros de Adolfo Martín para los diestros Antonio Ferrera,
Javier Castaño y Alberto Aguilar (que sustituía a Iván Fandiño)
Ya llegaron los toros
Por Paz Domingo
Ya llegaron los toros pero no se ataron todos los cabos. La corrida de Adolfo Martín fue en presentación una de las mejores que se recuerdan; en entretenimiento, una de las más completas; en expectación, tan esperadísima como en idénticas pasadas ediciones monocromas y fallidas; y en contradicciones, tan gratificante porque propone diversidad de juicios. Esta vez había toros muy parejos en caracteres y de parecida materia: casta sin rotundidad, enfrentamiento complicado, empuje discreto bajo los petos, con poder, mucha credibilidad y respeto que llegaron al último tercio mostrando una dureza tan reservona como aplomada, tan peligrosa como difícil, quizá ciertamente alejada de lo que es la esencia albaserrada por parte de madre y de saltillo por parte de padre. Y esta vez había toreros que les podían andar por derecho, siendo Javier Castaño y su cuadrilla los más claros exponentes de esta soberbia pelea catalogada a la antigua.
Sucedió en el sexto ejemplar que cerraba la larga tarde torera después de dos horas de intensidad, cuando la luz tibia del atardecer ponía luces tornasoladas. El turno de lidia se había alterado en el quinto porque Javier Castaño había recibido una sutura de emergencia en su mano derecha y salió de la enfermería dispuesto a poner en lo más alto la maestría en el arte de lidiar toros. La cuadrilla con él. El toro acompañaba con aire de estampa añeja, con genio y defensas que se vuelven hacia los lomos, con el mismo color del cielo anochecido. El varilarguero toreaba a caballo, citando con la pica en alto, llamando de frente con desenvoltura. Protestó el veleto animal en el primer encuentro con el peto pero no se resistió a dos más porque el reclamo estaba bien colocado y la pelea bien medida. Los subalternos bregaban con temple y dejaban verse altivos en el cuerpo a cuerpo de las banderillas. ¡Qué hermoso es el toreo de frente!, el acercamiento gallardo; el miedo controlado; la exposición verdadera; el cite ponderado; el encuentro ganado; la fuerza vaciada; la retirada tranquila, la suerte bien hecha. Así fue tres veces.
Faltaba ponerle la muleta al cárdeno que alzaba su trapío desafiante. Fue a su encuentro Castaño. En los primeros lances iba desgajando uno a uno sucesivos naturales sacados a fuerza de poder, desafío y peligroso sitio. No se afligían ni uno ni otro. El animal irrumpía en desaires violentos que rebañaban la silueta del otro cuerpo cuando lo sentía cerca. El torero le esperaba sin rectificar. Ponía el engaño de nuevo perseverando, y aguantando, sin que los gañafones le quitaran del sitio. Era cuestión de poder. De poder a poder. De Castaño a Marinerito. De poder con el cuerpo cuando el miedo tambalea las piernas. De poder con la cabeza cuando se hace imposible controlar el instinto. De poder aguantar el aliento en el estómago. De poder tener alma torera.
Castaño, el torero descomunal de enfrentamientos verdaderos, lo había hecho todo salvo dar muerte a la primera. Salió vivo de la suerte después de pinchar y de que le esperaba Morenito con la lección aprendida y la cabeza altiva. Se apagaron los aires triunfalistas. No hubo oreja a una faena que en sí misma vale más que cien conquistas. Posiblemente a muchos les importe esta circunstancia tanto como a los pulcros presidentes que miden los trofeos según sus propias apetencias pero el caso es que Castaño disparó la valentía a cotas de grandeza y dio la vuelta al ruedo como general que pasa revista a su tropa.
El trofeo se lo había llevado Antonio Ferrera en su segunda actuación. El otro momento de la tarde. Más bien podría definirse como el momentazo porque no se había visto jamás unos tercios de tan larga duración en las crónicas pasadas (al menos en mi experiencia). Pueden echarle quince minutos en el primer tercio, más de veinte para el segundo y otro tanto para el resto. La cosa fue como sigue. El toro estaba bien presentado, también veleto, cornivuelto y de testuz acarnerada. Algo flojo parecía. Capoteó Ferrera airosamente, muy fresco y sin conceder terrenos rematando con media buena, arrollada y enroscada a su figura. Llevó al ejemplar galleando con mucha teatralidad agachando el cuerpo y arrastrando cuidadosamente el capote en forma de cebo en las pezuñas bovinas. Se arrancó. Le hundieron la vara en la columna vertebral. Derribó. El susto que se llevó el jinete provocó que Ferrera se empeñara en hacer las cosas como debían ser (él mejor que nadie sabe cómo hay que hacerlo, entre otras cosas porque lleva muchas corridas a sus espaldas con animales de esta temida naturaleza). Entendió bien las apetencias del público, tanto como el control de la situación. Daba órdenes de colocación al desorientado jinete que desobedecía sistemáticamente una y otra vez. No quería ni oír al maestro de lidia, ni llamar al toro cornivuelto, ni levantar la vara, ni hacer nada. Mientras Ferrera daba chicuelinas o galleaba vistoso. Tardó el toro en llegar de nuevo al segundo encuentro del peto y, cuando lo alcanzó, el caballero picó en el aire, atrapó en la carioca y aprovechó para rebañar un poquito.
Se descubrió Ferrera con arte para la representación dramática. Cogió palos y capote. Fue al centro del ruedo. Colocó la seda a modo de don Tancredo, o de tienda de campaña, como prefieran. Se dejaba ver. Se paseaba. El tiempo corría. Los minutos se alargaban. Se preparaba. Ponía garapullos. Jugaba a movimientos sensuales de cadera en la cara del toro y dejó, después de larguísimas pausas, un par al quiebro por los adentros bastante meritorio en ejecución, todo sea dicho. Los corazones empezaron a acelerarse tras dos tandas -más o menos ligadas y más o menos realizadas-. Nos enseñó la preferencia por los terrenos centrales que tenía el ejemplar de Adolfo Martín. Luego, le dio por el parón, por echarse encima y dejar una estocada en lo alto. La oreja cayó del lado de Ferrera, menos rústico que de costumbre y al que descubrimos facultades para la escena.
Recurrió también a los tiempos muertos en la lidia del soberbio toro–recibido con aplausos- al que correspondió abrir plaza. Desaprovechó el pitón potable y los primeros instantes de recorrido para terminar ambos parados y escondidos en la puerta de chiqueros. Dejó una estocada desprendida y pedía con frenéticos espasmos la oreja que no concedieron. Uno saludó desde el tercio mientras el otro se fue en el arrastre sin que le hubieran aguantado lo que merecía.
La complicación del comportamiento del ganado dejó fuera de la escena a Alberto Aguilar que no pudo revalidar su heroísmo del pasado domingo. En su primera intervención retrasó la muleta, desaprovechó el lado bueno cuando el toro estaba dulzón, y ambos terminaron ensimismados, achicados y parados. Después, en el que hizo quinto en el orden de salida, se arrugó tanto en el intento de faena como se había desorientado la cuadrilla en los quehaceres de la lidia, circunstancia que permitió al animal enterarse, espabilarse y crecerse. Pasaron muchos apuros los subalternos en banderillas, obligados a poner una a una. Los mismos aprietos padeció el joven diestro que comprobó de buena mano que estos toros tienen mucha retranca cuando uno se descubre a la primera oportunidad. El toro no parecía tener tanta mandanga, como tampoco se podía creer que Aguilar no fuera capaz de hacer frente a la papeleta después de saber de su gran arrojo torero. Pero así quedó la cosa: en tablas.
Entre medias existió la fabulosa lidia al segundo de la tarde por la cuadrilla de Castaño, el más completo equipo en torería de cuantos circulan por el orbe de la tauromaquia. Le sacaron todo lo que pudieron de bueno al más terciado, abanto y protestado -por flojo- de la tarde. Las cosas se le pusieron muy difíciles al diestro que sorteaba gañafones directos al cuerpo en forma de ganchos pugilísticos. A pesar del riesgo que le puso no caló en los tendidos. Salió de la peligrosa aventura con un puntazo en la palma de la mano que descompuso mucho la colocación del estoque y que, después, le arrebató el triunfo pleno cuando la luz tibia del atardecer ponía luces tornasoladas.
Una vez más la corrida de Adolfo Martín tiene su polémica porque el círculo sigue sin completarse y el juego de los toros no convence con plenitud, pero ahora el guión era más apasionado, la interpretación protagonista más creíble y el desenlace, en definitiva, resultó poderoso.
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