Fotografía de Paco Sanz
Por Paz Domingo
Pues
yo vi toros. Lo digo con gran satisfacción. En ese día clave que fue el pasado
domingo, tan mediático y componedor, todavía dando tanto de sí en el cante por
bulerías del torero de las encerronas, me encontraba en la pequeña plaza
portátil de Cerceda, a la falda del Guadarrama, entre el resol de la tarde que
cae y la majestad gótica de Santa María La Blanca. Nada de casualidad. Ni por
asomo se me ocurrió anclar mi espíritu al abrigo de tanta algarabía
propagandística.
Hubo
novillada. Pequeña de formato y de presupuesto porque contemplaba cuatro únicos
novillos de la ganadería Flor de Jara y criados, por cierto, entre cercanos canchales.
¡Caramba con los novillos! ¡Verdaderos toros, diría yo, con oficio de embestir!
En presentación: fuertes, cuajados en la armonía, badanudos, de musculosa caja,
de cabeza importante, de resplandeciente seriedad. En temperamento: con casta,
con resistencia, impetuosos, celosos y de una nobleza que perseguían los
vientos acariciando la temperatura suave del crepúsculo. No había dioses mitológicos
para librar batalla con ellos, como tampoco héroes que necesiten coros para insoportables
tragedias griegas, pero sí puedo dar fe de este grandioso detalle convertido en
fastuoso. Pero no todo fue perfecto porque los bravos toros de Flor de Jara y
la extraordinaria afición enraizada en la historia ganadera de este paraje
madrileño se enfrentaban como jabatos a la más abismal de las ignorancias. Y
son muchas. O tres principalmente. Tantas como la impericia de la presidencia
del festejo que no tuvo en cuenta los asuntos más cruciales de la normalidad
reglamentaria, aun tratándose de una plaza portátil pues ya se sabe que el
conocimiento no seca la mollera. Tantas como los bochornosos espectáculos de
los subalternos de las cuadrillas que, puestos en situación tras el turno del
correspondiente maestro, levantaban con ostentación de manera articulada los
deditos índice y corazón mientras se dirigían al palco, se dejaban ver, y
manejaban el asunto orejudo como comparsas licenciosas. Tantas como el dineral
que cuesta en seguros, pagos, alquileres, prevenciones médicas…
Tres
asuntos escandalosos que deberían tener en cuenta para las próximas ocasiones porque
todas las grandezas de los aficionados y todos los esfuerzos de la comisión que
se empeña en estas modestas programaciones, aunque torerísimas, decorosísimas y
muy decentes novilladas, se topan con muros de grosor
considerable. El cabezazo es irremediable. Y éste sí que seca la mollera.
¡Caramba
con la afición de Cerceda! Pues sí, ahí está. Pueblo enclaustrado en territorio
ganadero, en miles de historias bravas, en ensueños frescos de longevidad, que
no hace casual el brote de almas duras y aficionadas, ancladas férreamente a su
propia sangre torera como los pedruscos se agarran a la gravedad. Lo certero,
siento presumir por esto, es que cuando hay alguna verdad en el mundo de los
toros, aunque sea remota, o pequeña, o sencilla, es porque siempre hubo almas
toreras que no se descolgaron en el devenir de las generaciones, que han
perpetuado las ensoñaciones para que sean cortejadas, admiradas y seducidas por
héroes y que salieron victoriosas de abismales derrumbaderos.
Posiblemente
no haya muchos humanos que acierten a poner en su justa medida lo que significa
dar mando prolongado a la tradición taurina, a considerarla como un tesoro, a
darle la escena digna de representación tremenda, incluso sencillamente a
dignificarla. Y quienes tengan en sus corazones alguna desazón en este sentido,
por desgracia, tampoco ya son capaces de considerarla. El día que sean
conscientes los miembros del estamento taurino del gran daño que le han hecho a
la memoria, a la suya propia y a la histórica, despreciando las auténticas
aficiones de pequeños pueblos sencillamente porque les parecían poco modernas, nada
rentables y de ningún interés televisivo, pues bien, ese día les van a entrar
ganas de hacerse monjes cartujanos. Y parece que la metamorfosis se producirá pronto
al paso que vamos en éxitos estrepitosos. Ni rescoldos van a encontrar.
¡Caray, lo bien que se vive sin televisión!
¡Caray, lo bien que se vive sin televisión!