Plaza de toros de Las Ventas. Madrid. 12 de mayo de 2014.
Cuarto festejo de la Feria de San Isidro 2014.
Novillos de Fuente Ymbro para los novilleros Mario Diéguez, Román y José Garrido.
La mansedumbre era un grado
Por Paz Domingo
La
mansedumbre era un grado dentro de los parámetros para interpretar la
bravura de las reses en su condición natural y propia para ser lidiada.
Cuando un toro pisaba el albero y manifestaba su negativa para acometer a
todo lo que se le pudiera por delante constituía una de las más graves
ofensas para su criador y también uno de los más grandes aprietos para
los diestros, puesto que esta complejidad para estar delante de una
maquinaria pesada -que no atiende al cambio de agujas- precisaba de una
resolución técnica y que bien expuesta supone uno de los retos más
bellos del arte del toreo, pro supuesto justificado en la pericia del
hombre para vencer la resistencia al sometimiento del animal fiero.
Esta
pericia era reconocida -cuando se producía- por los aficionados como un
acto heroico, además de glorificar a los hombres capaces de tan gran
hazaña en titanes que sujetan las columnas del mundo taurómaco. Razones
no les faltaban. Y conocimientos, tampoco. Si en la apertura de toriles,
el toro barbeaba, escarbaba, daba tarascadas que levantaban dos palmos
la grava del ruedo, se defendía con cobardía repuchando, negando el
enfrentamiento, si eludía el cuerpo a cuerpo, allí mismo quedaba
sentenciado por los aficionados y por los advenedizos que aquello era un
toro manso con mandanga. Y al toro malo se le castigaba con lo que
hiciera falta, es decir, con lo que propone el reglamentado -como las
banderillas negras- y con una soberbia regañina –como en doblones en la
cara hasta que se le aleccionaba y finalmente humillaba-.
La
mansedumbre, como miles de cosas, ya no es lo que era. El toro manso no
es manso de libro sino de catálogo de fiesta. La posibilidad de que la
resistencia del sometimiento derivara en casta significaba que los
lidiadores habían sacado petróleo de las piedras y que el ganadero en su
afán continuista de la bravura de sus criaturas no se había equivocado
con el hijo pródigo que después de fundirse la herencia acudía al amparo
de su padre dispuesto a ser el más obediente de sus descendientes.
Porque, ¿a quién no le puede salir un vástago rebelde?
Pues el
relato bíblico en esto de los toros ya tiene una reedición en forma de
manual. Está de rabiosa actualidad dentro de la crianza ganadera
seleccionar una clase de bovino con aspecto afligido, con cornamentas
que esconden cirugías estéticas perfiladas y tricolores, con deseos de
no comerse a todo bicho viviente que les acose, por supuesto, sin olfato
para detectar la especie caballar, con paciencia y conformidad en el
lucimiento a base de miles de pases tundidores como si fueran viajantes
enfebrecidos en un sinfín de negocios que atender a la velocidad del
rayo. El adocenamiento llega a tal pulcritud que muy pocos recuerdan qué
era un toro manso. Por tanto, la fallida genética brava de los tiempos
presentes es consecuencia de las chapuzas de dehesa, de comercialización
al por mayor y de un lenguaje equivocado.
Antes un tesoro de
mansedumbre podría trastocarse por milagro en renacer de casta. Ahora
todo toro es manso e importa que sirva exclusivamente para la muleta.
Los novillos de Fernando Gallardo que se presentaron en el ruedo se
habían desecho del gen recesivo de la bravura pero fueron prototipos tan
perfectos en selección para la faena repetidora del último tercio como
tan arrugados le salieron a Mendel los guisantes del experimento
genético. Muy flojos estaban los novillos. De presencia justa de
ambición. Con arboladuras tratadas con prótesis elevadoras. Y, como
queda dicho, con un temperamento al uso de la mansedumbre global. Algo
preocupante porque el grado de esta característica es extrapolable a
casi toda ganadería que se precie en vender, como muy bien se puede
comprobar en las actuaciones de las reses que han desfilado por esta
feria y en las que vendrán.
También los novilleros –como sus
maestros avezados- se desentienden de la lidia que prepara y complementa
la faena de muleta dando lugar a situaciones grotescas y propias de
capeas, mojigangas, además de variopintos bochornos. La tensión que se
provoca es descorazonadora y se rompe el criterio por la zona más
frágil. Un novillero que esté en novillero es una novedad; que tenga el
arrojo de arriesgar en el toreo es de agradecer; que quiera crecerse en
su ímpetu es muy generoso; pero que se considere la reencarnación de El
Cordobés, cincuenta años después, ya es mucho requerir. Román, que así
se llama en los carteles el bullidor aspirante a alternativa, tensó la
báscula con una actuación valerosa, incluso inteligente por la
exposición de su cuerpo en los territorios que el novillo había
atrincherado como poderoso fortín. Se creció en la fama, y salió para
realizar una segunda actuación lejos del comedimiento porque acompañó el
viaje del animal y mandó menos de lo que se había propuesto. Una parte
del público sacudido por la novedad y un presidente con gran corazón
hicieron el resto de la desmesura: una oreja y una sobreactuación
similar a un despelote. Mario Diéguez y José Garrigo pasaron y no
dijeron nada. Es lo que tiene el trueno cuando toca tierra, que no se
oye la radio.
martes, 13 de mayo de 2014
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