Plaza de toros de Las Ventas. Madrid. 15 de mayo de 2014
Séptimo festejo de la Feria de San Isidro 2014
Toros de Victoriano del Río y Cortés para los diestros Enrique Ponce, Sebastián Castella y David Galán.
Argumento de novela
Por Paz Domingo
Se llenó la plaza de muchísimos invitados. Todos alegres de apoyar la fiesta aunque sea gratis el asiento que ocupan; de gente guapa a la que ya no se le inflama la solapa con claveles reventones y no tienen claro si la tendencia podría molestar por cañí o por excesivamente chic; políticos que competían en soltura dentro de las estrecheces de sus sitios privilegiados; amigos presuntuosos de ínfulas toreras, tan pesados e ignorantes que hay que ir explicándoles el ritual a groso modo, disimuladamente, por supuesto; mirones y fisgones deseosos de pillar algo para deglutir en tuit tanta banalidad, tanto topicazo; algún que otro aficionado con memoria de treinta años; un torero que parece seducirle la retirada pero que dice reinventarse en su esplendor; y el premio Nobel más torero después que falleciera García Márquez.
Vargas Llosa tenía los protagonistas a su disposición para urdir una trama de principio a fin, en plácido ambiente, en exaltación del protagonismo del afamado torero entregado a las mieles de la notoriedad, acomodado en el gran destino y ahora emocionado porque sus conocidos le obsequian como a un coloso taurómaco. Podría, incluso apoyarse en la leyenda. Ahí se la servía David Galán, a partir del pasado familiar propio de fábula dramática pues solamente la historia de su padre ya le daría para una manifestación poderosa en matices de blanco y negro, muy auténticos de aquella España rica de pintoresquismo. Pan y toros, infalible. ¡Lo que darían algunos por aportar estas pinceladas al primer capítulo de sus insulsas memorias!
La línea ya está encauzada. Lo demás es superfluo, directamente suprimible. Porque, ¿quién se acordaría de los toros? Casi nadie. Algún loco que viera que aquello de toros bravos tenía lo que el escritor de monja, aunque la hermanita caritativa resultara tontorrona, excesivamente insustancial, por supuesto nada convincente en religiosidad, nada arrebatadora para inspirar un auto sacramental. Y ahí lo tienen, al divino ganadero y redentor de la fiesta brava, triunfador el año pasado del ciclo venteño con un toro de ninguna casta, presencia, capacidad, hermosura y, por supuesto, resistencia al sometimiento de Talavante, ya que el mérito de tan fabulosas facultades no era sino fruto de ignorancia plena.
Todos debieron quedar muy a gusto con la mencionada actuación y los empresarios de Madrid han apostado por darle más protagonismo en la serie actual, por si suena la flauta, hasta dos veces. Después de lo visto ayer se considera muy improbable que los músicos puedan manejar este amaneramiento con gallardía pues el director de orquesta ha desgastado tanto el metal del instrumento en la limpieza que ha quedado el sonido imposibilitado por agotamiento. Quizá, escépticos señores, aficionados olvidados, sea mejor así. De haber sacado el maestro alguna nota menos desafinada hoy no estaríamos asombrados por la parafernalia del auto sacramental sino aterrorizados de que a la insufrible impostura se le atribuyera la autenticidad de un western de culto, de una fantasía superlativa y no sé cuántas cosas más.
Enrique Ponce estuvo en su línea purificadora, de enfermero experimentado en aplicar vendajes paliativos al mamífero de escasa altura, eso sí, con su técnica muy vistosa y nada comprometida, habitual desde hace tiempo en su repertorio. Sacó partido como nadie a la cornada recientemente recibida y vociferada por sus acólitos como si fuera el único en este mundo trágico que ha sido herido y repuesto. Alargó tiempos para demostrar que saca jugo. Mató muy mal. Y terminó sintiéndose incapacitado para dar lo mínimo por lo máximo… porque si llega a tener toro “lo disfrutamos”, no tengan duda. Por cierto, eso de que le valen todos los toros no se lo cree nadie y a las pruebas de la tarde de ayer me remito.
He visto torear a Enrique Ponce, que quede claro. He estado en todas sus intervenciones desde que vino por Madrid siendo un imberbe adolescente y desafiaba como un jabato a los novillos, que a nuestra vista se aumentaban como si fueran bueyes gracias al grandioso efecto que producía la escasa estatura de un niño -que no levantaba dos palmos del suelo- en el reto al descomunal Goliat. O cuando se fajó enconadamente con un manso de libro y con un metro de pitón a pitón. Sí, lo he visto todo en Madrid de Ponce y puedo asegurar que he visto torear a Ponce, cuando toreó. Pero no fue el caso de ayer, ni desde hace mucho, mucho tiempo. En cualquier caso, si piensa despedirse de esta plaza sentiré poner cierre también a esta añorada trayectoria maestra porque, en definitiva, paralelamente, ha sido la mía y la de algunos pocos que empezamos como usted siendo unos jovenzuelos necesitados de vivir en este mundo de Ilíadas y Odiseas mientras coincidíamos en la misma aventura.
Me queda por concluir la extrañeza que producía el hijo de Antonio José Galán. Tenía ganas. Se vio. Tenía su temple y muchas repeticiones tópicas que están ahogando la profundidad del toreo. Pero su actuación me interesó mucho más que las cuatro realizaciones de las dos figuras, el juego de los toros, el cotilleo del graderío, las imposturas de los presuntos amantes de la fiesta… Es lo que tiene el paso inexorable del tiempo, que cuando más abunda más nostálgicos nos hace…
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