Feria de San Isidro 2013. Vigésimo tercer festejo y último.
Plaza de toros de Las Ventas. Madrid. 1 de junio de 2013
Toros de Celestino Cuadri para los diestros Fernando
Robleño, Javier Castaño y Luis Bolivar
Hay torero, hay cuadrilla, hay magia
Por Paz Domingo
Hoy se estaría hablando de los difíciles toros de Cuadri aunque se impone afirmar la maestría poderosa del torero Javier Castaño y de su cuadrilla. Juntos hicieron del arte de lidiar toros la expresión máxima de belleza y enseñaron honrada, generosa, limpia, sabiamente la grandeza del toreo. Fue lo nunca visto en plenitud armoniosa porque no hubo ni un solo instante de sus valentías que no se superaran en emoción. Desde el principio hasta el final acontecían en los tercios los empaques, las galanuras, los desafíos, los misterios, los saberes, las verdades, las noblezas para trasfigurar la técnica en naturalidad plena. Un momento de magia que es eterno para mayor gloria de la auténtica fiesta y de nuestras almas aficionadas.
Han pasado dos días desde que la conjunción de estos hombres se consumara en una de las más fabulosas interpretaciones que se pueda hacer del toreo cuando se manda de frente, por derecho y con verdad. Hoy fue la continuación de tanta gloria, una vez materializa en épica, cuando el público emocionado les reclamaba la vuelta triunfal para encumbrarles como las grandiosas figuras que son y reconocerles como a soberbios titanes que sujetan los pilares taurómacos. Quienes no han intuido nunca lo que es torear, hoy lo han visto. Quienes no entendían los argumentos de la lidia, hoy conocen su sentido. Quienes no son aficionados, hoy era el día para el estudio de la física cuántica. Quienes lo son, hoy todo cobra fuerza y se agiganta, y no cabe en el pecho. Y con toros. Unos señores toros cuajados, de imponentes trapíos, de complicados comportamientos, de dificilísimas resoluciones, de casta seca que, aunque no pisaron los terrenos de las querencias, desbordaron en aprietos, obligaron a comprometidas situaciones y dejaron claro que el toreo era casi inadmisible.
Son cinco hombres para el recuerdo. Cinco toreros de los pies a la montera. A la cabeza, Javier Castaño, el diestro honrado que se la juega todas las tardes sinceramente y exprime hasta la última gota de posibilidad, como sucedió en su primera intervención tragando con las negativas a pasar de un incierto, parado, desafiante, pero muy orientado animal y al cual citaba dando el medio pecho para arrancar medios naturales, sortear derrotes de los que parten en dos, jugarse la cornada y no enmendarse un ápice. No se pudo estar mejor. Es Castaño un diestro generoso que deja exhibir la profesionalidad de sus subalternos; que ha sabido darles su sitio, su evolución y los ha puesto a disposición de la humanidad; que se ha descubierto como un sabio estratega que sabe ordenar y mandar porque en función de las cualidades de los ayudantes ha conseguido convertir una centuria en legión; y que grandiosamente les ha capacitado para el triunfo.
Hay quien ve en esta apuesta un problema para el aguerrido general porque tiene que repartir los vítores con sus centuriones. Precisamente, lo que se traslució en el mágico momento del quinto toro de la tarde fue más bien un equipo compacto en confianza y respeto máximo al hombre que ha impuesto el trabajo serio, la valentía en la batalla y el sosiego de la satisfacción. Después, pase lo que pase, la soledad del cuerpo a cuerpo está reservada para el matador y Castaño se enfrentó a un animal de mucha bronquedad, que entraba con su largura a medias en el engaño, que al tercer pase derrotaba, que se paraba para ser imposible. El diestro en su osadía se cruzaba a pitón contrarío mientras el animal soltaba un gañafón que le desgarró la nariz y pudo haberle arrancado la cabeza. Con tanta naturalidad, intensidad y desafío trascurrió la lidia que la gente pareció ver en el toro ciertas maneras incluso para el toreo. Nada más lejos. Castaño bien se enteró e hizo lo que tiene que hacerse: intentarlo por ambos lados, primero para sacar algunas tandas cortas con esfuerzo y dominio por el pitón derecho y después por el izquierdo en el que se descubrió un toro muy diferente, más desapacible y peligroso. Volvió a exponer de nuevo la otra mano cuando el animal ya estaba muy orientado en el cuerpo. Apuró hasta la última posibilidad con un riesgo pasmoso. Y una vez más no pudo concluir su soberbia actuación. Volvió a fallar con la espada. No se puede saber si esta frustración le pasará factura pero lo que sí se puede asegurar es que su colosal fuerza e inteligencia en esta feria valen más que cien conquistas.
Con el segundo nombre tenemos a Tito Sandoval para realizar el toreo a caballo más preciosita que se pueda imaginar. Se deja ver. Se pavonea. Maneja las riendas sin extraños. Llama; cita de frente; pasa; llama de nuevo; mueve la cabalgadura como si el jamelgo se tratara de un Pegaso alado; se arranca en provocación; desliza la vara; y coloca en sitio certero. Tanta exactitud y mérito fueron tan colosales como sus esperas caballerosas cuando era necesario que el animal regresara al peto y no tocarle cuando no se debía. Aquí empezó la intensidad a romper los corazones, porque no había pase que no se colocara con exactitud; no hubo capotazos; nadie se descolocó.
Las trascendentales tareas de brega eran sublimabas por Marco Galán que con suavidad de algodones echaba delicias al imponente animal para fijarlo, colocaba con majestuosidad el velo abierto a ras de tierra, giraba levemente la seda para que, sin ninguna ruptura del alado movimiento, el animal quedaba dispuesto. Hasta establecía la lidia a cuerpo limpio. Y jamás le rozó. Tal prodigio de originalidad, mesura y temple es digno de enorme admiración. Tanta como las que se merecen las gallardías de David Adalid y Fernando Sánchez que con sus personales estilos cautivaron por su elegancia, poderío y destreza. El primero, en el toreo de frente con compostura clásica, llamando con el cuerpo, andando donoso, dejando impetuoso; y el segundo, componiendo el paso de los corceles, en acompasado ritmo de piernas y palos, en su graciosa vistosidad, en apurar al máximo, en colocar al quiebro para salir altivo y en silencio.
Surgió la magia. En la plaza no cabía más torería. Ni más orgullo de ser torero. Ni más afición. Y lo que tiene la magia y la torería cuando surge es que no se habla de otra cosa. Fernando Robleño y Luis Bolívar posiblemente también querrían hacer estado en la lista de los hombres victoriosos y, sin embargo, fuera se quedaron. Dejémoslo así. Así, en lo más hermoso, en lo más profundo del alma.
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