La fábula de la sal y las habas
Por Paz Domingo
Quiero escribir este texto en primera persona sin miedo a que mi desesperanza sea injusta con la pizca de grandeza que pueda quedar en la fiesta. Es tanta la procacidad del estamento taurino oficiante, tan deshonrosa su desidia, tan impúdicas sus mentiras, tan ciegos sus bolsillos que se impone un levantamiento airado contra esta aberración porque en esta tarde de engaños con alevosía se desbordó el vaso del aguante para dejar a la luz pública el hartazgo, la extenuación y el olvido de unos cuantos ingenuos que aún esperan en la posibilidad de desarrollar su afición. Y esto, amigos, sí tiene trascendencia. O debería tenerla. Hay dos caminos. O se van al destierro estos artífices del engaño que a semejanza de caballeros y reyes feudales castigan sus predios echado sal al fértil campo castellano para hundir en la pobreza a sus vasallos; o son los súbditos hambrientos en esta salitrera sin una mísera mata de habas los que eligen su propia exclusión. El asunto que queda por dilucidar es el matiz de la huida. La rebelión es por las buenas o por las bravas; en silencio o en comandita; en corto o por derecho; a rastras con el fraude o dando un golpe de dignidad. No es fácil. Lo sé. Ha llegado el momento de moralejas y que cada uno concluya sus reales donde su valentía le ordene.
Yo veo desvergüenza, vileza, espanto. Con premeditación. Con tan descarado insulto por parte de todos los celebrantes que no son necesarias medias tintas y, por supuesto, con perplejidad al ver cómo se justifican los consentidores y protagonistas de esta bazofia con el argumento de la mala educación que tienen los que se rebelan contra esta asquerosidad. Así que hay cera para repartir en las ya incontables tardes perversas, una detrás de otra, en multitud de personajes con nombres y apellidos y -aún a sabiendas de ser injusta porque puede darse el milagro de algún matojo con vainas verdes entre tanta salmuera- es tanto el hartazgo que no se merece el títere conservar la cabeza.
Ni torero, ni subalternos, ni ganadero, ni toros, ni tercios de varas, ni de banderillas, ni lidias, ni presidente, ni veterinarios, ni delegados, ni responsable de Asuntos Taurinos, ni verdad, ni micrófonos que la cuenten, ni crítica, ni nada de nada. Y se dice pronto. Para empezar lo que me pide el cuerpo es explayarme por las entrañas bovinas de tantos mamíferos inservibles para la decencia, fruto todos de los experimentos genéticos en vacío de los ganaderos de bravo que han convertido el oficio más hermoso que ha imaginado el ser humano en cochambre. El científico del día de autos se llama Victorino Martín que, tan sagaz como especulador, que ha rentabilizado su jactancia en gestas inclasificables, sus animales singulares en apetencias impresentables y su crédito en harina de otro costal. Seis toritos de pelaje cárdeno pasearon el descrédito de la casa madre. Fueron a los petos sin intención, sin empuje y sin fingimiento en sus apetencias de mansos y como eran flojitos, además de impresentables en trapíos, les picotearon con pespuntes toricidas a discreción, malamente, inútilmente, descaradamente, hasta en las pencas.
Los saltillos de hogaño ya no son los que eran, a las pruebas me remito, pero aun así había que tratarlos con atino y aquí no afinó ni Dios. Ni muestras dieron de hacer las cosas con cierta sabiduría de terrenos, de mostrar firmeza en los primeros envites, de no cortar los viajes haciendo muros perfileros, de no insistir en tantos mantazos que al final terminaron por despertar las iras hasta de los más infelices tanto en el cielo como en el infierno. Fue de más a más. Todos desesperantes, llevándose la palma de oro los matarifes a caballo que dieron lecciones magistrales y sucesivas de impudicia en tan altas cotas que la destreza del gran Tito no pudo remontar.
Y no fueron los únicos en desastres lidiadores. La confluencia fue completa, comenzando por el maestro de marras apodado El Cid y añadiendo el elenco de subalternos que compuso su extensa cuadrilla, contagiados todos de irresponsabilidad profesional. Fue con sinceridad, horripilante, sin medio natural que llevarnos al alma, sin galleos para poner metáforas a las crónicas, sin capotes templados, sin esa izquierda prodigiosa, sin algo. Eso sí, dejó unos bajonazos de tan alta categoría viciada que se hace urgente su presencia en el juzgado de guardia más cercano, le retiren en carné de conducir espectáculos taurómacos y se ponga a las órdenes del juez. Y que se sepa: ¡No nos hace falta gestas! ¡Queremos la proeza de que alguien honrado toree! ¡Que no nos engañen, que no nos mientan, que no nos sableen a bajonazos infames! Así que maestro, no se moleste tanto, que de disgustos ya sabemos un rato.
¡Ay! Cid, Campeador de otros tiempos, ahora trastocado en Capeador… Allá fue el infante del toreo sin argumentos dominadores, inhibido en su torpeza, alejado del sitio, mintiendo en la muleta retrasada, cortando el viaje si se producía, arrebatado de inoperantes posturas posmodernas, soltándose la melena de su retraimiento, incapaz de poner orden en las estrategias lidiadoras para finalmente imponer abandono en su responsabilidad y en sí mismo. Y si hay que llamar a las cosas por su nombre, lo del Cid y su desafío son insultos con todas las letras. ¡Ay! Mío Cid, cantar de cantares, aflígete y que lloren tus ojos que ya vacía está la fiesta y cuando vuelvas la vista piensa en qué se ha fallado. Muchos hemos visto tus proezas. Muchos al destierro de acompañamos. Muchos recordamos contigo. Y muchos no merecemos estos tus escarnios. Ni las mandangas de los demás oficiantes tampoco. Adiós, muy buenas.
Los ojos de Mío Cid mucho van llorando;
hacia atrás vuelve la vista y se quedaba mirándolos.
hacia atrás vuelve la vista y se quedaba mirándolos.
Vio como estaban las puertas abiertas y sin candados,
vacías quedan las perchas ni con pieles ni con mantos,
sin halcones de cazar y sin azores mudados.
vacías quedan las perchas ni con pieles ni con mantos,
sin halcones de cazar y sin azores mudados.
Cantar del Mío Cid. Anónimo
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