Segundo festejo de la Feria de Otoño.
Madrid. Plaza de toros de Las Ventas, 4 de octubre de 2013. Toros de Victoriano
del Río y Cortés (ambos hierros del mismo ganadero) para Manuel Jesús, El Cid, Iván Fandiño y Sebastián Ritter,
que tomaba la alternativa.
Una izquierda prodigiosa
Por Paz Domingo
Se reveló el toreo al natural. Surgió el milagro en aquella izquierda prodigiosa que permanecía encerrada en el recuerdo. A la mente regresó la memoria y El Cid se acordó de sí mismo, de un tiempo que había quedado lejano y de la interpretación de la más hermosa manifestación torera de naturalidad, una cualidad soberbia que se nace del instinto, vive del pulso controlado del ritmo, se nutre del movimiento templado, se impone por verdadera y se expande en elegancia sin igual.
Hay muy pocos hombres que puedan realizar el toreo natural, incluso habían desaparecido quienes querían enseñarlo. Esto mismo había pasado con Manuel Jesús, ElCid, y con él también regresaban del olvido todas las evocaciones de acontecimientos fabulosos que tenemos los aficionados. No se puede asegurar cómo retoñó esa extraordinaria mano izquierda para interpretar el toreo al natural, la única en todo el escalafón que se impone por rotunda, pero lo cierto es que el torero se arrancó como un despojo la vulgaridad cochambrosa, retorcida, ventajista e insoportable y vio la luz como si se tratara del tullido de las parábolas cristianas que recobra la vista, la dignidad y la fe.
Puede ser que el milagro no fuera de tanta profundidad de otras ocasiones, pero sí fue el milagro más bello. El destino se coló en la ganadería de Victoriano del Río con un animal de obediencia extrema, de una nobleza entregadísima, con mucha cara y pocas carnes, bonito de capa pero que no se acercó a las provocaciones caballerescas puesto que ni él mismo ni el maestro estaban por la labor descarnada. Era un ejemplo de eso que los castizos taurómacos denominan “ir al toque”, de la muleta, se entiende.
El grado de belleza trascendía en luminosidad y se colaba por el cielo repleto de nubarrones como si surgiera del rompimiento de gloria. Vio claro en el capote acompasado y rematado con media desmayada que caía por debajo de la cadera. Se picó con el quite por gaoneras algo precipitadas de Fandiño e inició sin prolegómenos la exposición de la muleta desmontada desde el primer instante. Embarcada con sutileza, atraía al animal cuando se salía, templaba con gusto extraordinario la suave cadencia del caminar del toro, desplazaba envolvente el grácil vuelo de un pájaro, se erguía en la rectitud mientras hacía girar la muñeca de su mano izquierda hasta la delicadeza, vaciaba la suerte en el pase de pecho como si un imán arrastra la ligereza al cielo, se adornaba con trincherazos y evocaba la naturalidad del baile perfecto. Así, repetidamente. Así, perfectamente.
Así, una vez más, el diestro de izquierda prodigiosa se volvió a equivocar en la resolución. Sabía del momento decisivo pero tomó tantas precauciones que, también una vez más, se desvanecía la rotundidad. Desoyó la petición que le hacía el animal para morir en la suerte natural. Se perfiló precipitadamente. Y en ese instante fugaz el toro se le arrancó mientras que El Cid dudó y no actuó con el estoque para matar recibiendo, en lo que hubiera sido la perfección más apropiada. Volvió la memoria a hacerse presente. Aquel hombre abatido que lloraba hace años en el estribo, después de no poder rematar la más extraordinaria belleza del toreo, se quedaba como siempre desarmado en la imposibilidad.
El Cid resultó ser el torero que nunca debió olvidar. Se reveló como antaño, con poderío, facultad e impotencia. También con milagro porque después de vislumbrar la actuación a su primer torete parecía que se iba a cortar la coleta allí en un arrebato de pundonor y dar por finalizada esta deriva en el toreo más ramplón, tan cotidiano y aburrido, al que había llegado por apetencia suya.
Y es lo que tiene el toreo bueno cuando se ve, que lo que antes parecía colosal se queda relegado en el olvido. Atrás quedó la oreja que obtuvo Iván Fandiño con su actitud para comerse el mundo y la puerta grande de Madrid que tanto se le resiste. Todos le esperaban. Citó desde los medios con la temeridad que le es innata. Aguantó los ayudados por alto sin enmendar su gran valentía. Puso el entusiasmo en el graderío para después ir decayendo la faena en intensidad, sitio y resolución. Hubo petición de premio para Fandiño, pero no fue mayoritaria y en el paseo por el albero se produjo el verdadero momento de inflexión de la tarde porque todos, excepto el presidente del festejo, se dieron cuenta que en los tendidos no se sentaba un público cualquiera. El pulso de la verdadera afición lo tomó a partir de ese instante mágico, como queda dicho, El Cid con su mano izquierda que forcejeó con su instinto y poderío. Una revelación que no está al alcance de cualquiera, ni torero ni aficionado, y para algunos advenedizos en el arte taurómaco la faena basada en la naturalidad será su referencia, su memoria y el alimento de su alma torera.
Por último queda formular una pregunta al destino. ¿Será capaz la afición de esperar a que la madurez de Sebastián Ritter rompa y se manifieste? Este torerillo colombiano, que en esta tarde otoñal del Madrid torero tomaba la alternativa, tiene una seriedad extraordinaria, una compostura clásica fuera del común de la novillería anodina, un sitio certero para componer la profundidad y, sobre todo, aporta una verticalidad de las que enamora por verdadera. Su asombroso temple interno lo dejó claro en el día más complicado de su experiencia torera puesto que a El Cid le dio por torear y a Fandiño por llevarse las expectativas. Con dos toros tan dispares de genio, fuerza y presentación tuvo que lidiar el diestro inmutable. El primero, inválido, nobletón y distraído. El segundo, imposible, morlaco y descomunal. Pues a pesar que el sorteo fue tan traicionero, Ritter no se descompuso. Estuvo en torero que ya es mucho agradecer. Ya era hora que alguien con aspiraciones no porfíe en el tremendismo, la parafernalia, el retorcimiento, la ignorancia, la falta de personalidad y en la vulgaridad que inunda tan abultado escalafón novilleril y del que ha dejado de serlo.
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